Zapatillas rosas. Calle 3. La última en agacharse. La primera en salir, unas centésimas demasiado pronto. Salida nula. La advertencia, obviamente, como ella siempre repite, es un bien que la serena. Equilibra su ansiedad con su deseo. Respiraciones profundas, corazón agitado que se calma. Segundo intento. La última en agacharse y estirar las piernas largas, musculadas, sobre los tacos. La primera en llegar, cinco vallas, 60 metros, 8,07s. Su mejor marca de siempre en un pentatlón. Acelerando hacia ellas, el pie de apoyo ya lanzado, matando el material sintético, rebotando con fuerza, y saltando again. 1.113 puntos, 45 más que Noor Vidts, la rival. Son las 10.15 de la mañana extrañamente luminosa de Glasgow cielo azul por encima del pabellón cubierto.
Así comenzó la travesía de María Vicente hacia la medalla de oro en pentatlón que esperaba alcanzar 11 horas y media después.
La perfección es el filo de una navaja.
El tendón de Aquiles, tan elástico, tan fuerte, tan frágil, la desbarató.
Zapatillas blancas. 11.30 de la misma mañana en el mismo Glasgow luminoso. Salto de altura. 1,67 metros al primer intento. Segura, rápida. 1,70 metros al segundo intento. En una pasarela, por encima, Ramón Cid, su entrenador, analiza y aprueba. Sonríe. A su lado, María José Vicente, la madre de la atleta que maravilla, ágil veloz, la suavidad silenciosa de un felino, sonríe viéndola volar. Por fin. Su gran momento después de unas cuantas vicisitudes. El listón ya está en 1,73m. Después de su habitual primer saltito, como de baile, en su sitio, María Vicente, carrera corta, se lanza hacia el obstáculo. Rítmica. Izquierda, derecha, izquierda. Un apoyo, dos, tres y ¡ay! Un grito. La pierna falla. Sin siquiera intentar impulsarse, María Vicente se derrumba sobre la colchoneta, la pierna izquierda en el aire, la mano por encima del tobillo, donde se inserta en tendón de Aquiles, donde está el sóleo. La cabeza y medio cuerpo apoyados en la colchoneta tan mullida, tan acogedora, la atleta perfecta llora a lágrima viva. “Por favor, que no me haya roto”, se le ve decir. “He metido el apoyo y he escuchado un crack”, explica más tarde. “Se me ha subido algo. Solo hay que sumar uno más uno y ver lo que ha pasado. Bueno, no sé, estoy todavía temblando, un poco en shock, viéndolas venir”.
Pasan los minutos. En la pasarela, Cid mira una y otra vez a cámara lenta en la pantalla de su iPad los pasos de María Vicente y su brusco final. “Puede ser el tendón de Aquiles”, dice en voz baja, como si temiera que diciéndolo fuerte lo convirtiera en realidad, como si temiera que fuera verdad que la atleta que tanto ha penado para llegar a su momento sufriera una de las lesiones más temidas por cualquier deportista, quirófano y largos meses de recuperación. La vista experta no le engañaba al entrenador, 69 años, tantas cosas vistas, analizadas, descubiertas.
Debajo, en la pista, Christophe Ramírez y Miquel Ángel Cos, médico y fisioterapeuta de la federación española, arropan a María Vicente y la tienden en una camilla, y así, entre aplausos compungidos, y el dolor tremendo, abandonan la pista que debería haber sido la de su gran éxito. Era la favorita. El dorsal azul de la mejor especialista del año. Había arrasado en las vallas. Nada podía frenarla. La ruta estaba trazada. Glasgow, Roma y sus Europeos, París y sus Juegos. Todos los males eran recuerdo. La lesión insidiosa en la inserción del recto anterior que en febrero de 2022 frenó su progresión durante casi dos años, la frustración del Mundial de Budapest, donde se quedó rozando la final en longitud y triple.
La pesadilla, again, desfila por delante de María José Vicente, su madre, que se abraza con quienes quieren confortarla, y llora. “No es justo, no es justo”, repite. “Cuando mejor estaba, con lo que ha trabajado y luchado para estar aquí”.
Media hora después, en silla de ruedas, junto al médico, junto a Raúl Chapado, el presidente de la federación, los ojos rotos de llanto, la mejor atleta española rota, María Vicente habla con la prensa. “No sé si voy a ser capaz de decir esto rápido y que se me entienda bien. Por lo que se ha visto en los servicios médicos, es rotura completa del tendón de Aquiles”, anuncia con una voz que intenta mantener firme, pero que se le quiebra en sollozo. “Cuando hablemos con el doctor Jordi Puigdellívol, que es el que me operó el recto anterior del cuádriceps y he tenido una muy buena recuperación y confío al 100% en él, me llevarán a Barcelona para operarme y empezar la rehabilitación. Sé que será más duro que la última vez y solo puedo afrontarlo con energía y todo el positivismo que se pueda. Tened por seguro que volveré. Más fuerte espero, porque ya estoy más fuerte que nunca”.
Alrededor, ambiente de tanatorio, y muchas palabras, y consuelo en el aire. “Mucho mejor que sea rotura completa”, explica Christophe Ramírez, el médico de la selección, que calcula que dentro de 10 meses maría Vicente estará ya preparada para la próxima temporada de pista cubierta. “Así la operación saldrá mejor. Elongación, sutura y como nuevo”. Nadie se quiere acordar de las carreras acabadas de deportistas rotos por una de las lesiones más temidas. El tendón de Aquiles es el tejido que señala al atleta elegido, el salto, el bote, la reactividad, la clase, el estilo. “La única duda”, añade Ramírez, “es si volverá a ser el mismo tobillo maravilloso que tenía hasta ahora. Si fuera futbolista, no sería problema, y para las vallas o la velocidad tampoco le afectará, pero para los saltos… ¿Volverá a botar como antes?”
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